
Otra vez lo mismo: voces de todo tipo se alzan contra la Ley del Menor. Ahora, todo el mundo se lleva las manos a la cabeza porque varios menores de 14 años, implicados en dos violaciones ocurridas en Huelva y Córdoba, no tienen responsabilidad penal alguna y volverán tranquilamente a su casa pese a la canallada que han hecho.
Otra vez, el periodismo de queroseno: el suceso sirve para prender un fuego, que prenderá otro y así sucesivamente, hasta que nadie se acuerde de quién lanzó el queroseno. Me horrorizan los dos sucesos. Las dos víctimas tienen trece años y han visto vulnerada de forma salvaje su libertad sexual. La rehala de cafres que ha cometido esas dos violaciones debe tener un castigo, pero la ley está para cumplirla. Y hace ya unos cuantos años nació una Ley que se llama Ley de Responsabilidad Penal del Menor, que ha sido reformada y que, hoy por hoy, es la única herramienta que tenemos en esta materia. Y la ley dice que antes de los 14 años la responsabilidad penal no existe.
¿Es justa la ley? No lo sé. Seguro que para los padres de las dos niñas violadas no es justa. Como no lo fue para la madre de
Sandra Palo o como no lo será para los padres de
Marta del Castillo cuando vean que
El Cuco sale en libertad en unos pocos años. Ellos tienen todo el derecho del mundo a lamentar la ley que tenemos.
El resto, y especialmente los políticos, que pronto se apuntarán a las críticas, lo que tenemos que hacer es exigir que esa Ley del Menor, nacida con la mejor de las intenciones, tenga medios para llevar a cabo el fin con el que fue creada: que los menores que delinquen tengan una oportunidad de volver a la sociedad capacitados para vivir en ella.
Pocos crímenes fueron tan horrendos como el del niño inglés
James Bugler. Dos críos se lo llevaron de un centro comercial y le machacaron la cabeza a pedradas cuando tenía dos años. Sus asesinos,
Robert Thompson y
Jon Venables tenían diez años en el momento del crimen. El estado británico gastó millones de euros en reinsertar a esos dos niños, en enseñarles a vivir en sociedad y en ocultarles cuando cumplieron 18 años. Hoy, ya en libertad, nadie conoce sus rostros ni sus nombres ni su paradero y la ley condenaría a cualquier medio de comunicación que se atreviese a revelar esos datos. Hace apenas unas semanas, todos conocimos el rostro y el paradero de uno de los asesinos de
Sandra Palo. Los padres de
Sandra tienen exactamente el mismo derecho a indignarse que los padres de
James Bugler, pero las comparaciones son odiosas. Sobre todo en el tratamiento a menores delincuentes.