25 de abril de 2010

El último vestigio de otra España


He elegido la foto a conciencia. La imagen sólo tiene veinte años, pero parece que tiene muchos más. El aspecto de los guardias civiles –bigote reglamentario el de la derecha, vieja pistola Astra desenfundada el de la izquierda, descamisado– y el de Antonio Izquierdo –canana al cinto, sin un ojo que le arrancó un gallo a picotazos cuando era niño– lleva a una España mucho más antigua. Pero la imagen es de 1990 y corresponde a la detención de uno de los dos autores materiales de la matanza de Puerto Hurraco. Nueve personas fueron asesinadas por Antonio y su hermano Emilio el 26 de agosto de 1990 en las calles de esta pequeña aldea pacense, marcada de por vida por el crimen. Unas viejas rencillas con otra familia del pueblo, a la que culpaban de la muerte de su madre en un incendio, provocaron la carnicería.
Tuve la ocasión de conocer en persona a los Izquierdo en el juicio, celebrado en la Audiencia de Badajoz. Las hermanas –Ángela y Luciana–, a quienes muchos consideraban inductoras del crimen, fueron citadas como testigos. El presidente del tribunal, en un gesto de bonhomía, de compasión y de sentido común, les dijo que no tenían que declarar si no querían y casi las obligó a abandonar el estrado sin abrir la boca. Aquellas mujeres no estaban en sus cabales y, como sus hermanos, emanaban un salvaje primitivismo.
Ángela, Luciana y Emilio murieron hace años por causas naturales. Ayer, Antonio, el tuerto, el menor de los Izquierdo, decidió acabar con una vida que casi nunca sentido y se colgó con unas sábanas en la prisión de Badajoz. Le quedaban cinco años de condena por cumplir. Esta misma semana tenía que haber abandonado la cárcel si no le hubiesen aplicado la doctrina Parot. Imagino a su abogado de oficio explicándole eso de la doctrina Parot y a Antonio pensando qué iba a hacer otros cinco años en prisión y, sobre todo, qué iba a hacer cuando saliese.
Ángela, Luciana, Emilio y Antonio eran un vestigio de una España negra que ya no existe. Tras Puerto Hurraco apenas ha habido crímenes de un cariz parecido. Tras Puerto Hurraco supimos que entre nosotros había psicópatas capaces de cometer hechos de una crueldad extrema sin motivo alguno, como Antonio Anglés; tras Puerto Hurraco descubrimos que los asesinos en serie no existían sólo en Estados Unidos y en el cine y descubrimos a Joaquín Ferrándiz y a Alfredo Galán; tras Puerto Hurraco nos dimos cuenta de que a España estaban llegando delincuentes de otros rincones del mundo que mataban con AK-47 y no con cartuchos de postas y eran capaces de disolver a alguien en una cubeta de ácido; tras Puerto Hurraco vimos que había niños capaces de matar a golpe de katana o niñas que querían hacerse famosas arrancándole la vida a cuchilladas a una compañera de instituto...
La muerte de Antonio cierra la crónica de una España negra que ya no existe hace mucho. Los criminales han cambiado y los que los persiguen, también. Los guardias civiles no tienen por qué llevar bigotes, pero muchos tiene estudios universitarios y saben idiomas. Hace ya años que los investigadores no buscan rencillas por cuestiones de lindes o viejas disputas entre familias para dar con el móvil de un crimen. Ahora, los móviles se buscan en los SMS o en las redes sociales. Imagino que Antonio Izquierdo no tenía ninguna intención de llegar a este mundo de hoy. El suyo, ya en 1990, era otro.

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